La Jefa
20 agosto 09
Javier Jaramillo Frikas
ColumnaProhibido Prohibir
Ayer, Angela Frikas Lozano, “La Güera”, habría cumplido 75 años de edad. No quiso esperar más. Le urgía por acompañar a tres de los grandes amores de su vida: sus hijos Esteban “El Piteco” y José Alfredo “El Tatis”, idos prematuramente a los 40 y 33 años respectivamente, luego de vivir intensamente, y a su marido de toda la vida, Juan Jaramillo Ortiz. Integrados como trío de boleros en la realidad con Piteco de primera voz, don Jara en la guitarra y segunda y El Tatis rondando el entorno por si alguno se burlaba y así sacar lo mejor de su repertorio de campeón de las calles además de una tercera natural, ellos están juntos en el Parque de la Paz allá en Chipitlán. Y con ellos La Güera que a partir del 22 de noviembre de 1985 que caminó Jara, se le abrió un gran hueco que no llenaban sus hijos y numerosa familia, pero el golpe letal, avasallador de 1992-1993 que perdió a sus queridos hijos entre septiembre de uno y el septiembre del otro, fue irreversible. Los cinco que quedamos no pudimos cubrir el vacío. Angela Frikas decidió irse, desprenderse poco a poco de la vida y renunció a la misma vida, sin quedarle a deber nada, por lo tanto se fue en paz.
Imposible ser aquel sinónimo de energía, fortaleza, honestidad y belleza (¿Quién no ve a su madre chula?, aunque en este caso, lo era física y moralmente). Nada sería igual para ella. Sus hijos atendiendo sus cosas y ella, en su casa de Chapultepec, como viva, como muerta, pero ya no era Angela, la hija del inmigrante griego que trajo a Morelos la semilla mejorada del jitomate en asociación con un conde italiano, heredero de Hernán Cortés, dueño entonces de la Hacienda de Cortés en Atlacomulco. Nunca se enteró a partir del 20 de agosto de 1934 que fue niña rica, con nanas, que durante casi cuatro años viajaba en coche, que el chofer de su papá se llamaba Silvestre Guiránt (años después ejemplar presidente de la Asociación Estatal de Futbol Amateur, cuyo nombre llevó lo que fuera y de nuevo es el Estado Miraval, la popular “lija”), que los fines de semana junto con sus padres se trasladaban a la ciudad de México porque don Jorge se reunía con sus paisanos griegos para asistir, cada sábado, a las funciones de box que uno de ellos, ateniense por cierto, apodado Jimmy Wilde, era el promotor del antecedente de la Arena Coliseo, y ya deleitaban al respetable una pléyade de pugilistas como El Rielero Ramírez, El Chango Casanova, Juan Zurita, Joe Conde, además El Vaquero de Caborca que a decir del gobernador Lauro Ortega –amplio conocedor del deporte, socio de los Lutteroth en la Coliseo, boxeador aficionado que representó a México en Juegos Centroamericanos en la división welter a la vez que hacía su carrera política-- “ni era Vaquero y mucho menos de Caborca” y soltaba la carcajada. A propósito, años después de dejar el gobierno de Morelos, Lauro Ortega organizó un homenaje a Angela Frikas en el Hotel Las Quintas y en un encendido discurso del experimentado político la calificó “como el ejemplo de la mujer morelense, luchadora y trabajadora, guía y motor de una familia”. Por ello, en la familia de un servidor hay orteguistas, orteguistas y orteguistas, por decreto del matriarcado.
La Güera tampoco recordaba la partida de su padre a tierras sinaloenses con su semilla mejorada. Allá, el griego se hizo rico, luego millonario y volvió a integrar una familia, integrada por John y dos mujeres, una de nombre Brígida –igual que la madre de Jorge--, todos ellos nacidos en Estrados Unidos. Juan es un destacado general del Ejército Norteamericano (o John como lo registraron por allá), su hijo tercero de los varones (el primero fue Jorge, al que dejó en el vientre de doña Carmen Lozano y no supo de él hasta tiempo después y lo calificaba como su orgullo, el que leía en el Esto, de sus logros como subcampeón nacional amateur de boxeo, de campeón de peso welter en Morelos y de ser el mejor promotor que esta disciplina ha tenido en su historia aquí). A la muerte de don Giorgios Frikas Poulos en 1990 --nació con el siglo XX—se rompió todo vínculo quedando solamente Roque, su primer hijo fuera de Morelos, procreado con una jovencita sinaloense. Roque, piloto aviador, mecánico aeronáutico y comerciante de artesanía en Guasave, murió en un accidente carretero hace seis años a los 59 años de edad.
Constante visitante de sus hermanos Angela y Jorge, Roque murió un año antes que la mayor – que se reunió con sus amores el 22 de diciembre del 2004—y de Jorge, fallecido ocho meses después que La Güera, tenía a la familia al tanto de cuanto acontecía con su padre. Era el hijo rebelde, con rasgos idénticos a su progenitor: 1.90 de estatura, calvo prematuro, barbado y robusto, de tez muy blanca.
Buena alumna en la primaria “Enrique Pestalozzi” y en la secundaria “Froylán Parroquín García”, emblemáticas en la entidad, Angela siempre apoyó el negocio familiar instalado desde 1938 –cuando se fue el griego y su lana—en las inmediaciones del viejo mercado “Benito Juárez”, justamente en la espalda de la iglesia de Tepetates, en la calle Clavijero, dando la cara a la salida del barrio de Zarco donde se crió, conoció a su amado Juan “El Colorado” –porque de tan jodido nunca se quitaba un sueter de ese color— siempre con su guitarra en la izquierda y en la derecha su maletín de peluquero y ahí mismo la camisa blanca que dos veces a la semana usaba para entonar las canciones de moda –tenía 16 años—en el Salón Oro y Plata de la XEJC del reconocido Señor Tenorio, acompañado, alternadamente, al piano por dos maestros que no tenemos en este momento su registro. Versátil, hecho niño de la calle a los 11 años que murió su abuela paterna, sin madre en el momento mismo que llegaba a la vida en 1931 en Morelia, Michoacán, Juan y su hermano José lo mismo se tapaban con el manteado de un puesto de Clavijero que los alojaba una tía materna en Leandro Valle. Aquí llegó niño en busca de su familia, Los Jaramillo, uno de ellos malvado de nombre Epifanio que los despertaba con un balde de agua fría en el rincón que les asignaba o en alguno de los baños de la vecindad de la calle Guerrero. Viejo gandalla, al que el que escribe junto con Piteco y Juan conocimos y nos dimos gusto desquitándonos con un inocente niño llamado Fernando, güerito, hijo de una joven y sin duda fea novia, interesada en la pensión del solterón y gandul ruco. A este niño lo amarrábamos en el sótano de “El Chivo” –así llamábamos al pequeño atrio de la iglesia de Tepetates—y nos íbamos con su “patín del diablo” para echarnos los tres en una de las avenidas más bonitas de la ciudad, el Boulevard Juárez, desde el Palacio de Cortés hasta donde la cuerda diera, ya donde es hoy el IMSS o más debajo de las lonas elásticas, ubicadas en lo que está el restaurante chino de Pepe Lee.
Fuimos reprendidos, nunca golpeados, por los jefes porque Fernando se desamarraba o alguna persona lo auxiliaba, llegaba a la fonda y se emprendía la cacería. El viejo Epifanio intentó, alguna ocasión, levantarse en armas contra los tres hermanos –el mayor no llegaba a 11 años, el que sigue 9 y el otro 8—y junto con una lección de las mal malpechosas groserías de inmediato la guardia de perfil y listos para pegarle una madriza. No lo quisimos. Sin embargo, Jara lo respetó siempre porque fue bien educado para ello por su abuela—madre. Don Epifanio quedó por ahí, relegado, a la aparición de Ramón Jaramillo, el padre biológico de Juan, abuelo del que escribe, que surgió de la nada, en la ruina, acompañado de un chavo de 13 años de nombre Mario, al que decía su hijo, “en busca de Juan Jaramillo Ortiz”.
En la fonda, La Güera lo revisó con su mirada dura cuando se trataba de defender su terreno y le preguntó quién era y para qué lo quería. “Me llamo Ramón Jaramillo, y soy su padre”. Nos estremecimos. Tras reponerse, La Jefa ordenó “¡Córranle a avisar a su papá!”. Éramos dos, Juan y un servidor, que echamos carreritas driblando cargantes, clientes, comerciantes hasta la parte alta de Clavijero, a la flamante peluquería “Florida”, propiedad de Jara hecha con el dinero de su vieja Angela. Leía el Esto, tranquilo. Tenía 28 años. Nunca conoció a su padre. Solo sabía que le hacía al cantante de tango en carpas ambulantes que lo mismo se encontraban hoy en Puebla que el domingo en Toluca. Era artista, tercerón, pero artista el señor. “¡Jefe, jefe, jefe: llegó a la fonda un señor que dice es tu papá!”. Se puso pálido y, raro, estaba en su juicio. Emprendimos el regreso, juntos, lento, como que se preparaba para la sorpresa. Llegando, don Ramón y el chamaco agüerado, de tipo ranchero, desgarbado y feo comían con ganas una panza. “Quihubo Güera”, voltea el señor, llevaba sombrero, de bigote recortado, barba cerrada, ojos un tanto claros, medio españolado, que nada se parecía a Jara: moreno, pelo quebrado, chaparrito, con rasgos de tarasco, igual a su madre Juanita, una indígena.
Se saludaron, ningún abrazo, tampoco reproche alguno y las palabras de don Ramón: “Soy tu papá”. Jara lo recibió con gusto, sonrió, quiso llorar, se aguantó y luego los hijos existentes rodeábamos a don Ramón, examinándolo, queriendo explotar el carácter herencia familiar y lanzarle el reclamo del por qué abandonó a sus hijos. La Jefa, intuitiva, hacía gestos de un lado a otro para controlar las inminentes actitudes de sus hijos. Mandó lo llevaran a dejar los cartones con sus pertenencias al cuarto de la vecindad donde nacimos casi todos, en “El Amate”, porque donde cabían ocho –cinco hijos en ese momento y Eufrosina, la cocinera de la abuelita que heredó La Jefa, una morelense de la sierra de Tlaquiltenango, fina bebedora de mezcal a la que nunca vimos en estado sobrio; siempre hasta el gorro, mentando madres y solo consolada por las noches que la visitaba, a la entrada de la famosa y populosa vecindad un cargador apodado “El Chulavista”, bien bizco, siempre borracho, líder del Escuadrón de la Muerte. A propósito una ocasión, se pegaron un besote Eufrosina y Chulavista al pie de la calle y la emoción los embriago más que el alcohol que cayeron, sin soltarse, abrazaditos, hasta el último de los escalones –eran 13—que llegaban al primer patio de la vecindad. Ausente don Ramón, casi a coro, preguntamos a Jara por qué no le reclamaba su ausencia, que él y La Jefa siempre estuvieron juntos, limitados, pero con sus hijos. Y él, pidió a cada uno que lo apoyaran para que su papá estuviera a gusto. Y lo remató con palabras que conservamos como la esencia pura de ese hombre noble, que se expresaba en voz amable y bajita: “¡Ya tengo papá!”. Y nosotros contábamos con un abuelo, porque el griego estaba muy lejos y el otro era “El Hurón”, Agustín Lozano Neri, el viejo coronel zapatista, creemos que macizo (una vez lo vimos fumando en medio de la huerta de Jiutepec, propiedad de doña Carmen, y nos llegó el olor igualito al del vago Pallares, que se dormía en el sótano de “El Chivo” al que los mayores nos pedían no acercarnos “porque es mariguano” y fumaba la misma “marca” que don Agustín), que era más bien bisabuelo materno.
Nunca, las cosas emotivas, las del corazón, las hemos escrito con guión elaborado cual columna de política, dejamos que corran los recuerdos, la nostalgia, la alegría. No hay orden, Brincamos de un lado a otro, como en la vida normal es el que firma este espacio. Hace muchos años, cuando empezamos a ser menos en la familia –aunque llegaban en tropel los que nos siguen—en los medios donde estamos, apartamos fechas para dedicárnosla, son especiales. Este es uno de ellos. Queremos contar con la complicidad de nuestros amigos lectores porque al jefe cada 22 de noviembre, Día de la Patrona de los Músicos, Santa Cecilia, lo recordamos con tantas vivencias que nunca vamos a dejar de extrañar. Lo de La Jefa está más vivo, reciente, una mujer extraordinaria, con personalidad, tan especial que hasta las mentadas de madre le eran naturales con quienes estuvieran cerca de ella. Un personaje que muchos recuerdan. Que se autodefinió como “mujer de un solo hombre”, cuidadosa en extremo más de la conducta de sus nueras que de sus hijos –e hijas que salieron especiales, como dignas Jaramillo: “buenas p’al machete”—y que recibió en su negocio a cuanto gobernador quería darse “un baño de pueblo”, excepto uno, el que se fue obligado, con el que sus hijos sostuvieron diferencias, uno de diputado, el otro dirigiendo su diario. Obligada la anécdota: Una tarde llegaron un grupo de personas con tipo de policías o militares a revisar La Fonda en el ALM, la actual. La Jefa venía de comprar al interior, los vio, y les llegó directo: “¿Qué se les perdió o qué buscan?”. Uno de ellos, como haciéndole un favor le contestó: “El gobernador va a venir a desayunar mañana, somos los de su seguridad y queremos revisar”. No los dejó continuar, les pidió se fueran, que le dieran el mensaje a sus superiores “ojalá directo a este señor” que a su negocio no entraba, que desde Emilio Riva Palacio hasta Antonio Riva Palacio habían estado ahí, que ella los atendía, pero “este aquí no viene. No lo vamos a atender”. Se fueron. De inmediato escuchamos su furia en uno de los dos teléfonos de “El Clarín”:
--“¡Óyeme cabrón, quién hijos de la chingada te autorizó para que este gobernadorcito venga a mi negocio!. ¿Por qué te tomas atribuciones que no te corresponden?”.
--“Jefa, yo no lo invité, cuando es así te aviso, con este señor no hay más que rencor de su parte. ¿Cómo crees que lo voy a llevar ahí? Solo van mis amigos y tu los conoces”.
--“Ah, bueno, pues que no se le ocurra llegar, porque no le doy servicio. ¿Cómo atender a un arbitrario que quiere chingar a mi hijo?”.
La Güera se refería a Juan, diputado local contra la voluntad del gobernador electo, molesto legislador con el jefe del ejecutivo, que formó un bloque con dos priistas más y la oposición toda -era el PAN y PRD—para echar abajo una iniciativa que convertía a Morelos en la entidad que más cobraba una infracción por verificación vehicular. Algo así como 40 salarios mínimos. Los diputados rebeldes lo echaron abajo y eso nunca lo iba a perdonar el autoritario militar. Diestra en la escritura, muy buena ortografía, fea letra, Angela Frikas envió una carta a ese señor donde le dijo, más o menos lo siguiente y no nos salimos de lo fundamental:
“Conozco a mis hijos, son desobedientes, están hechos en la calle, en los marcados, en los barrios. Pero son mis hijos, los quiero y voy a dar lo que sea necesario para que no les hagan nada. En el caso de Juan, el que es diputado, haga lo que políticamente deba, pídale a los otros que lo quiten, que le despojen el fuero, que lo metan a la cárcel, lo que esté en su enfermo alcance. Pero si le voy a suplicar una sola cosa: ¡No me lo regrese en un cajón de madera!”.
Esa es Angela Frikas Lozano de Jaramillo, La Guera Frikas, madre de siete. Un orgullo. Ayer 20 de agosto cumpliría 75 años. Es la madre del que escribe y del que se quiera agregar. Mucha madre.
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lunes, 24 de agosto de 2009
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